domingo, 16 de diciembre de 2007

Ironía roja

Cuando Marx en El 18 Brumario... ironizó que la historia se repite primero como tragedia y luego como farsa, no podía ni siquiera sospechar el bochorno farsesco de la derrota bolchevique en Europa con la caída del muro de Berlín, que Esteban Valenti aborda en su novela de título irónico Las viudas rojas. El mayor mérito de la estructura de la novela es el cierre desopilante de la creciente tensión de la trama. Se trata de un final que resume en imágenes de ficción lo que ocurrió en la realidad, un inesperado “aquelarre” donde todo se resuelve sin disparar un tiro, sin que corra sangre, mientras el mundo festeja, los servicios de inteligencia quedan de improviso sin el enemigo a capturar y los medios disparan sus fhashes sobre un sorpresivo circo. Pero si el desenlace y el remate son lo más importante en una novela de espionaje (audaz incursión de Valenti en un género donde otro oriental se ha destacado con excelencia, Daniel Chavarría, pero desde Cuba), Las viudas rojas tiene una apertura pautada por una frase de Onetti en el acápite: “El que pretende dirigirse a la humanidad, o es un tramposo o está equivocado. La pretendida comunicación se cumple o no; el autor no es responsables, cuando ella se da es por añadidura. El que quiera enviar mensajes –como se ha dicho tantas veces- que encargue la tarea a una mensajería”. Con este encabezamiento, Esteban Valenti nos tranquiliza: no habrá “bajada de línea” ni cosa que se le parezca. A la tercera página Las viudas rojas ya es una novela de suspenso. 

El estilo de la narración tiene la cadencia y los tics propios del género duro y en ebullición, con párrafos que secuencian la acción terminanado en frases bofetada. Pero la intriga se estanca a veces en lagunas de detalles muy especializados. Por largos momentos, la erudición demostrada por el autor sobre servicios de espionaje es excesiva (si el valor de una novela “policial” consistiera en la cantidad de información que contiene, como pretendía Julian Semionov, Las viudas rojas merecería el Premio Chandler). Hay capítulos que acumulan indicios sin ninguna funcionalidad. Hay otros, sin embargo, especialmente los iniciales, donde se integra con una función narrativa cada copa de oporto y cada dato de la coyuntura política internacional. Porque aunque no nos de mensajes, esta primera novela de Esteban Valenti es una novela política –no podía no serlo-. Su temática y su operativa lo son. Opera en el plano de diversos orgullos políticos y nacionales. La vindicación de un orgullo tiene sentido artístico (disconforme con la realidad) cuando se trata de un desagravio. El orgullo gay, por ejemplo, adquiere su sentido irreverente de la discriminación y del escarnio seculares. Establecer un "día mundial del orgullo machista" no tendría sentido porque ese son todos los días del año, con sus violencias domésticas y sus despliegues militares. Valenti reivindica un orgullo rojo que ha sido humillado por la historia de estas últimas décadas. Por eso su operación tiene sentido. La realiza en concreto sobre cada nacionalidad que aparece implicada en el relato por los nueve protagonistas de esta versión “Le Carré” del planteamiento de Arlt en Los siete locos, un plan secreto y a la vez desesperado y divertido para, de alguna manera, conmover al mundo y darle a un “Vázquez Montalbán” la oportunidad de otra crónica brillante ("Gorvachev con batuta y sin partitura"). 

Así el orgullo ruso se reinvindica para la izquierda con las desmitificadas acciones de la resistencia del coronel soviético Vladimir Tujmeniev (el personaje que juega el rol principal en el hilo conductor de la novela y acaso el mejor retratado y el más carismático) a la invasión alemana, mientras se critica el actual (y tan antiguo) orgullo imperialista ruso de los herederos de Yeltsin y de los Romanoff. 

Así se recuerda que el serbio fue un pueblo invadido y valiente antes que invasor, mientras se ridiculiza a los jefes de la atractiva periodista y agente Slava (que aporta el romance imprescindible para esta novela de espionaje). 

Y muy especialmente se desagravia al checoslovaco Otakar, el patético títere de una guerra más sucia que fría. No así con el italiano Neddo ni con el judío Samuel, dos “locos” que por carácter nacional se implican sin excusas de honor en la opereta y en el solemne acto de “el gran golpe” final. 

El español Sánchez del Valle y el inglés David Poole son cálidos homenajes a los dos mayores cultores europeos de la novela política del siglo XX. La portuguesa María le permite al autor insertar buenos momentos de aventura en África, a la vez que informar, entreteniendo, sobre la revolución en Angola y la participación allí de los cubanos. Finalmente –aunque aparezca desde la firma y sea su alter ego- el uruguayo Ernesto Rinaldi, ¿qué mayor pretensión de orgullo que un protagonista uruguayo y comunista en una novela de espionaje universal? Yo solo pude haber imaginado algo así sobre Rodney Arismendi en la crisis de los misiles del año 62. 

El vodevil de remate, el divertimento que finalmente Las viudas rojas es, la gran farsa, ocurre precisamente por el contraste con un mundo donde todavía cabe preguntarse cuáles serán en definitiva los peores y por contraste con la historia de la derrota de los comunistas en Europa cuando ocurrió ésta como tragedia, a sangre y fuego, con millones de rojos masacrados por el stalinismo en las purgas, incluido el ochenta por ciento del ejército rojo y la totalidad del Comité Central bolchevique del año 17 fusilado, salvo Lenin –secuestrado y momificado- y Troksky –asesinado en México por el sicario de Stalin, Ramón Mercader. (Son hechos que no admiten paliativo en nada que las víctimas puedan haber influido en sus asesinos). 

Otra de las pocas frases de Onetti con cierta dudosa intención de constituir novelística es: “El pasado depende de la dosis de presente que le demos; podemos darle mucha, poca y hasta podemos no darle ninguna”. Que en Las viudas rojas tres de los cuatro partisanos fusilados por los nazis mueran gritando “¡Viva Stalin!” es injusto con los nazis, con Stalin y con los partisanos. Hay quienes creen que atendiendo a ese dato, para no deshonrar a quienes más dieron en la lucha antifascista, a los rojos, conviene mitigar las críticas al stalinismo. Valenti no es de esa opinión. Su novela es tajante sobre la santa inquisición roja ante las flexibilidades heréticas. Vale su testimonio. Después de todo resulta un buen plato donde el comunismo se cuece en su propia salsa. 

Al partisano que murió por lo que en su momento le representaba Stalin, le bastaría un poco nomás de información para dar la vida por que Stalin no hubiese existido, aunque la trágica derrota de la revolución en Europa pudo haber ocurrido igual de otras muy diversas formas. Valenti al respecto hace lo más apropiado. A los héroes de esta época stalinista los describe con infinita piedad y conmiseración. Porque aunque la irretocable historia del stalinismo dice lo contrario, la piedad es el más humano de los sentimientos. Y sí... después de la farsa, Ernesto Rinaldi queda derrotado. Más derrotado que antes, cuando estaba trágicamente derrotado y no lo sabía.