miércoles, 23 de mayo de 2012

La Tele y el TLC

Anoche, la economista Laura Raffo cerró el editorial del “informativo” de La Tele diciendo que el Mercosur “no existe”. Esa mentira no es relevante, ya sabemos que la función de La Tele es desinformar. Lo notable, lo nuevo, es que para argumentar un supuesto perjuicio de Uruguay ante el aval previo del Mercosur para tratados de libre comercio con otros países, dijo: “por ejemplo con China”. Y la dejó por esa.

No se animó, me parece, le dio vergüenza, decir “con Estados Unidos”, que es con quien están alineados los editores de La Tele y es el TLC que harán si vuelven a ganar la Presidencia del país. Porque China no lo hará contra la voluntad política de Brasil, su principal aliado estratégico en el Mercosur, con quien tiene el mayor volumen comercial de la región. China forma parte de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), el bloque creciente que incluso ha medrado con la crisis de Estados Unidos y de Europa, desplazándolos en gran medida como potencias hegemónicas, deviniendo en un mundo que puede decirse multipolar. El principal compromiso e interés de China en la región es con Brasil y Uruguay no está en la agenda de sus posibles aliados estratégicos.

Uruguay como playa de desembarco sirve sólo si las mercaderías pueden también seguir de largo y llegar en contrapartida desde lejos. El gobierno actual de Brasil es más ambiguo que el de Lula-Amorín en su política exterior (no descarto un futuro y muy condicionado a la ausencia de bases militares, TLC entre el Mercosur y EEUU). China presiona a Brasil apoyando también otras alianzas regionales -donde ya desde antes tiene fuertes inversiones-, pero en ningún caso balcanizando. El TLC que China quiere es con el Mercosur o con el aval de los otros países del Mercosur.

Si el Mercosur no existe, tampoco existe China. Lo que nos queda es Bordaberry ganando la agenda electoral con el tema “seguridad” -ese todavía más en canal 4 que en canal 12- para poder aplicar la política pro-imperialista al extremo de Jorge Batlle, que terminó llorando en la Casa Rosada ante Duhalde, mientras éste declaraba tranquilamente el default.

Ya sé que Tabaré Vázquez no será el Che Guevara “ni un tantito así” (aquello que decía Guevara que “no hay que creerles a los yanquis”), pero es en todo momento -aún en el peor de sus momentos- un mal menor a Bordaberry.

Guillermo Chifflet nos enseñaba cómo los golpes de Estado de los setenta se fueron montando para aislar a la Argentina peronista y destruirla. No es que la historia se repita; es que la geopolítica sigue siendo la misma que en los años setenta, pero afortunadamente, la correlación de fuerzas es bien diferente, bastante más favorable a los pueblos que entonces. Cualquier día de estos se democratiza la censura y la que no existe es La Tele -y Telenoche 4-.

“Si los periódicos que uno lee pueden decir lo que quieran”, escribía el poeta y crítico Mattew Arnold, “uno tiende a creer que está bien informado”. O de otra manera –explica Santiago Alba–: “llamamos “libertad” a la privatización de la censura.

Conviene distinguir de entrada entre libertad de expresión y libertad de información. La libertad de expresión pertenece al ámbito privado y puede ser más o menos desbocada, pero nunca objeto de planificación institucional.

Todos somos más o menos libres de decir lo que queramos, a condición de que lo escuche poca gente (nuestra familia, nuestros compañeros de parranda, nuestros novios, los miembros de nuestro club). Como el ámbito privado está interferido por toda clase de relaciones de poder, ocurre que, bajo una dictadura, uno tiene miedo de alzar la voz en un café; y bajo un patriarcado una tiene miedo de llevar la contraria a su marido; y bajo una cultura racista uno finge estar de acuerdo con los blancos. En todo caso, el mecanismo que limita la libertad de expresión es siempre la “autocensura”, que en unos casos es buena y en otros no: entre un superego razonable (condición del reconocimiento social) y un silencio aterrorizado cabe una modulación casi infinita en la intimidad de relaciones sociales muy variadas y desigualmente negativas.

En este sentido, la revolución de internet consiste en que ha ensanchado sideralmente el campo de la libertad de expresión al tiempo que ha erosionado, para bien y para mal, los confines entre libertad de expresión y libertad de información. En la misma dirección, cabe también añadir que esta frontera viene siendo sistemáticamente borrada desde hace años por una cultura mercantil, impuesta desde los medios de comunicación, en virtud de la cual el campo de la expresión invade, y suplanta, el campo de la información: y acabamos leyendo en un periódico o escuchando en televisión palabras que sólo deberían pronunciarse en un café, en un club, en un dormitorio, cuando no exclusivamente en el recinto cerrado de la propia cabeza.

Al contrario que la libertad de expresión, la libertad de información pertenece al espacio público, al que sólo se puede acceder a través de ciertos medios de producción y ciertas mediaciones tecnológicas. Por eso, de la misma manera que la libertad de expresión es en realidad libertad de autocensura, la libertad de información es en realidad libertad de censura.

Creo que, expuestas de esta manera, se entienden mejor las cosas. Ciertos órganos, ciertas instituciones, ciertos colectivos, reciben del Estado el derecho soberano a censurar públicamente un número casi ilimitado de voces. La teoría nos dice que la multiplicación de los órganos de censura es precisamente la que garantiza la comparecencia de una pluralidad completa. Eso será bajo el socialismo. Porque bajo el capitalismo, el Estado delega el derecho de censura, no en manos de ciudadanos libres o, en el extremo, de partidos y colectivos civiles, sino de grandes multinacionales que son las que, directa o indirectamente, redactan los periódicos y programan las cadenas de televisión. Los mismos que deciden quién come y qué comemos, quién puede beber y qué bebemos, quiénes van a matarse y con qué armas, quién puede ir al colegio y qué estudiamos, quién puede tener una casa y dónde vivimos, quién puede llevar zapatos y cómo nos vestimos, son los que deciden quién puede hablar y qué escuchamos.

Los que defendemos el derecho individual y generalizado a la censura, ¿debemos permitir que –pongamos- Lyonnaise des Eaux, Westinghouse o Chase Manhatan Bank tengan el monopolio de la censura? ¿Nos sentimos bien informados y seguros porque Murdoch y Berlusconi pueden decir y hacer lo que les da la gana? La paradoja de Arnold dice en realidad lo siguiente: mientras las fuerzas que destruyen el planeta puedan expresarse libremente, nosotros seguiremos sintiéndonos libres, protegidos y satisfechos.”

En Uruguay existe un pequeño grupo de empresarios de nuevo tipo adaptados, y, en algunos casos, proclives, a las reglas del poder popular, pero sobrenadan numerosos viejos burgueses nacionales que siguen teniendo su corazón en Washington aunque el país donde tienen sus bolsillos está cada vez menos cercado por Estados Unidos. Aún cuando no les va mal con esa lejanía -se llevan la plata en carretillas muy estables-, sienten nostalgia de la época en que hundían la economía del país y se la llevaban en transatlántico, aunque también se hundiera.

Estos últimos operan al menos dos de los tres canales privados al aire y una amplísima mayoría de radios y diarios. Lo hacen en evidente sintonía con el reclamo de la minoritaria y estrecha oposición para destruir al Mercosur, en PRO de un TLC con las huestes del pentágono, que vuelva a segmentar y a debilitar nuestra economía según las crisis que aquejan al norte y haga realidad la proclama de La Tele: "el Mercosur no existe". El pueblo le ha dado reiteradamente al Frente Amplio la mayoría absoluta en las cámaras legislativas, pero ¿quién le dio y cuándo a la oposición la mayoría absolutísima de las cámaras más poderosas -empresariales, comerciales, frigoríficas y televisivas-?

De aquella prueba de Luis Batlle, promediado el siglo XX, de sustitución de importaciones, el error fue el desmantelamiento industrial que cometieron luego el pachequismo, la dictadura y en mayor medida aún los gobiernos de Sanguinetti, Lacalle y Jorge Batlle. Quizás el acierto sea la sustitución -que no de importaciones sino- de burguesía, gradual, electoral y decididamente. Quién te dice.

Al fin y al cabo, acaso también revoluciones más violentas, la rusa, la china, la cubana, la vietnamita, la nicaragüense, hayan deparado en definitiva, a larguísimo, mediano, largo y corto plazo, respectivamente, la sustitución de burguesías nacionales entreguistas por altísimas burguesías de inversores propios o nacionalizados junto a elementos del riñón de los ejércitos revolucionarios, hegemonizadas o dirigidas en sentido contrario a Wall Street, La City, sus aparatos industriales armamentistas y sus liderazgos más terroristas.

Acaso sea ese un rasgo de la fase revolucionaria democrática y antiimperialista que desde la cárcel, eufemísticamente, Gramsci definía como “guerra de posiciones”, eslabón por eslabón.

(ilustración: Ernesto Vila).