Pero, luego de un comienzo que describe con atractivo la llegada de la troupe de Jean Baptiste y Madelaine a París, la trama se encierra en otra historia que brilla demasiado en el enfoque de época.
Quizás este reparo mínimo a la fantástica Molière de Laurent Tirard provenga de que yo había vuelto a ver dos meses antes el Molière de Arianne Mouchkine en Cinemateca, las seis horas de rigurosa biografía que te hacen vivir la vida de Molière en su propia época, cuando tenía razones y daba motivos para ser perseguido por la iglesia y recelado por la corte. La de Tirard es una película con menos ambiciones.
No se puede decir que el Molière de Tirard sea el de la Francia de Sarkozy. Tiene crítica de las clases que Molière criticaba y un abordaje libre y desprejuiciado de la sicología de sus personajes. Pero sí que es de Sarkozy la Francia de este Molière y de estos tiempos de globalización.
Uno sale del cine pensando “qué lindo sería vivir en el siglo de Molière en el Reino de Francia”, como aquella multimillonaria yanqui que a la salida de Lady sing the blues declaró que si volviera a nacer, querría nacer negra y en el barrio de Billy Holliday.
Yo había ido al cine buscando el lado romántico de la boutade de Woody Allen cuando tras filmar una película ciego, los críticos de Francia descubren que es un genio: “Suerte que existen los franceses”.
Pero no. Ya no siempre existen en tanto tales.
Se las recomiendo. Después de todo, Moliére (no por calidad, pero sí por género) hubiese terminado filmando ésta película y no la de Moutchine. Aunque se las hubiese ingeniado para molestar a quienes en el teatro, donde suele ser el que fue, todavía sigue molestando. Era para eso que hacía concesiones y no para contar una historia simplemente entretenida.