miércoles, 18 de julio de 2007

Ve al baño, Lincoln

En un artículo de El Observador que se titula ¿Maestro, puedo ir al baño?, Lincoln Maiztegui se queja de que el maestro Tabárez “volvió a salvar la cara; ya hay muchos que andan diciendo por ahí:y bueno, ché, estamos entre los cuatro mejores de América, como si eso, para un fútbol con tanta historia y en este campeonatito de morondanga , sea algo a celebrar (...) Si esta es la clase del maestro Tabárez, me dan ganas –y no debo ser el único– de hacerme la rabona, o de pedirle para ir al baño y quedarme por ahí, jugando a la arrimadita con otros que, como yo, estén hartos de tanta mediocridad”.

Es cierto que el nuestro es un fútbol con una larga y gloriosa historia antigua para que un severo profesor como Maiztegui eche en la cara de los que tienen que jugarlo ahora.

Pero en la historia relativamente reciente, pongamos en los últimos treinta o treinta y cinco años de Copas del Mundo (pongamos desde antes, desde que ninguno de nuestros futbolistas era nacido, hace treinta y siete años), el técnico que llegó con la celeste a lo más alto y glorioso de la historia, fue el maestro Oscar Washington Tabárez. ¡hace diesiciete! ¡En el año 90! (lo poco y lo mucho que tenemos, la moneda del pobre). Esos son los hechos. Así que los otros treinta y seis serán para Maiztegui años de tanta historia de recontramorondanga.

También es cierto que es muy común en los ancianos olvidar décadas y décadas recientes, para recordar en detalle su pasado más remoto. Por ejemplo aquel mundo en el que sabíamos jugar al fútbol dos o tres países y los otros estaban aprendiendo y recién empezando a invertir fortunas en el asunto. O incluso antes, cuando los únicos que invertíamos éramos nosotros, en un estadio modelo, y el rival, el único rival que merecía atención, era Argentina.

A veces imagino a este país mitómano como un interminable pasillo de escuela donde viejos profesores de historia, mientras despotrican contra nuestra mediocridad, juegan a la arrimadita con los cartones de aquel primer álbum que registró Disney con fotos de futbolistas.

Mi mediocridad la asumo a pleno. Celebro haberle hecho el partido que se le hizo en semifinales al Campeón de América y haber quedado a dos centímetros (la distancia entre el lugar del caño donde dio la pelota del último penal, el quinto de la serie de desempate, el que tiró Pablo García, para rebotar hacia fuera del arco y el lugar del caño donde hubiese rebotado hacia dentro dándonos la clasificación a la final) de disputarle a Argentina un campeonatazo, que tuvo más de quinientos millones de euros de cotización entre los veintiocho futbolistas que entraron al último partido y justificaron esos números.

Por esos miserables dos centímetros de caño y por los dos metros de pasto que ganó el arquero de Brasil adelantándose groseramente ante la cómplice mirada del juez colombiano Ruiz (que tampoco estos jueces están en la prehistoria), esa cotización no bajó un veinticinco por ciento, o más, al sustituir la linajuda verdeamarelha por la modesta celeste.

Y celebro aún más (ya pensando en las próximas eliminatorias) tener un técnico de mente abierta, que no se ató a ninguna figura táctica inicial y demostró haber trabajado para la ductilidad y no para el dogmatismo.