martes, 14 de octubre de 2008

Malditos poetas

Se llamaba Rafael igualito que el artista. Era poeta. En aquel tiempo yo creía que los tres compañeros de mi generación que escribían mejor que yo debían dedicarse a la dirigencia política. Los otros dos dejaron de escribir. Pero nunca le transmití a Courtoisie esa exigencia. Me limité a recordarle nuestra común formación jesuítica para instarlo a una severidad que yo no compartía.

Un día dejó de escribir versos. Cambió de estado. Se casó con una prosa de frases filosas cual cortes carcelarios minerales, cortes de piedra, de plomo, de estalactita, frases bofetadas y congregaciones enteras de frailes pasaban por sus libros poniendo la otra mejilla. Encontró en sus novela otro espacio para la poesía. La siguió.

Me mantuve fiel a sus libros, perdido por perdido. Anduve por todos sus caprichos, guitarranegros (ya ni una uña del sonido de la rosa), le leí renegar de los versos en una novela sobre perros (solo una oblicua mención a los canes) y en Caras extrañas y en Tajos el espacio se le hizo duro y en ebullición. La ternura, distancia, pensamiento.

Con su novela anteúltima a este momento (Santo remedio) se me complicó seguirlo. El precio subió al doble de lo usual, pero la compré. Ya solo Octavio Paz podía permitirse elogiarlo exiguamente. Rafael era un perro suburbial y hedonista (los hay) dictando canon desde el centro del universo, como si Gardel hubiese sido perro. Canzonetas bizarras.

La compra de la última novela de Rafael Courtoisie tuve que gestionarla. Sólo se editó en España y una librería la importó para Uruguay, cargándole, lógicamente, los costos de la importación al precio, record absoluto en narrativa nacional uruguaya. Tampoco ayudaba su título, Goma de mascar, porque me fue imposible dejar de pensar que con ese dinero podía comprarme más de doscientas cajitas de chiclets. Pero no tuve inconvenientes para decidirme. Me bastó con revisar los bolsillos y comprobar que no me alcanzaba la plata. Para no irme sin nada, compré, de oferta, …mis putas tristes, novela consuelo si las hay. Pero al salir de la librería pasé por un mostrador a intentar olvidar mi deslealtad y no lo logré. El caso ameritaba una gestión.

Recurrí a un amigo que estaba rodeado de expedientes judiciales, inmerso en legajos para mí incomprensibles, concentrado.

–Un uruguayo que triunfa en el mundo –lo distraje–. Una obra de arte. Un tipo con código…

–¿Cuánto sale? –me preguntó.

Le di la cifra.

–¿Vas a adquirir un Torres García original o a comprar el pase de Robert Flores? –me preguntó, mientras sacaba de un bolsillo servilletas con números, tarjetas de otros marchants, al fin los imprescindibles billetes.

–Una especie de Anglada-Camarasa –le dije–. Agua del desierto.

Las novelas de Courtoisie no se venden. Se subastan. Volví a la librería y entré alzando mi mano izquierda hacia el mostrador del fondo, donde Jorge Cancela bajó el martillo y me señaló, gritando:

–Vendido al señor que atraviesa la puerta.

Me dieron el libro. Tardé en leerlo menos que en comprarlo. Rafael escribe cada vez más rápido; es decir, más elaborado para que se lo lea de un saque.
Además esta vez hablaba de Harvey Keitel, un maldito teniente puro de corrupción y dos malditos poetas corruptos de pureza. Uno de los poetas se llama Rabbit y es ruso. Otro Valenzuela, español. A cuál más esperpéntico.

Y tenemos un traductor llamado Solascuaga, que insta a aprender una lengua hablada por unos pocos miles de un pueblo entre montañas, vende anonimato y sabe de camellos mucho más que yo. Goma de mascar es, para nostalgia de mi antigua instrucción, la más política de las novelas de Rafael Courtoisie. Una parodia del Américan way of life que evoca Los americanos de Alberto Cortez como el agua Salus puede evocar la publicidad de Cascada, pero no menos estridente y, sin embargo, nada maniquea; por momentos Rafael parece decir como el gordo de Noches de Broadway, en el mismo tono y con el mismo sentido de admiración por la liberalidad, pero sin ingenuidades, “¡qué país!”.

Aunque no se trata de un país, sino de una ciudad. Me recuerda aquella frase de Chandler: “en este mundo los gansters pueden dominar países e incluso ciudades”. En Goma de Mascar Courtoisie funge de padre fundador. Su Sappy City es una misión. ¿Onetti, Brausen? Más precisamente Goerdel (¡o el mismísimo Bergner S.J. fundando Gomorra con destino al escarmiento!).

Rafael siempre escribió lo que Bertold Brecht hubiera querido escribir, en verso y en prosa. Conciencia universal, distanciamiento, humor, provocación del asombro. En Goma de mascar usa el extrañamiento para llenarse de heterónimos infrapessoanos, que pueblan el libro de versos tan ligeros de leer como la novela e igual de rigurosamente tramados que la narrativa. Sin abdicar de la burla a su majestad el desprecio pos pos moderno, el poeta vuelve a la antigua métrica, a la rima, renovándolas sencillas y simples, infantilmente lúdicas, indefensas y tontas en medio de una orgía de felaciones y sodomías múltiples, fantástico erotismo, arte pop e historieta. Pero mordazmente quevediana. Valgan las redundancias.

En Goma de mascar hasta los más african american son rubias esperando. Desesperando.

Pop art con formas de Klimt, colores de Matisse, infiernos de Virgilio, ironías de Saki y de Alberto Olmedo, vértigo en el relato de un “realismo sucio” al que, como nadie, Rafael Courtoisie le cosecha la fruta más pensada e inesperada, la más sorprendente.

Porque Rafael sigue mascando un planeta sabor pera del olmo.

Y para el resultado, en el suave temblor del retrogusto de esa fruta, se llevó, perjuro, bajo la manga, bajo la piel, en formas de púas, unos cuantos vidrios de la copa de fernet de Zitarrosa.