lunes, 8 de junio de 2009

Gigante: Minimalismo Uruguayo 4

El éxito del cine uruguayo ya tiene su fórmula. En la línea de 25 Waths, Whisky y Acné, Gigante reitera un cine minimalista, lacónico, cargado de indicios locales, con protagonistas anónimos, sin historia que requiera conocimiento previo ni sobrentendidos de ningún tipo, con temas universales –el amor, el humor, la comunicación– y muy económico.

La fórmula ya se ha hecho industria. Es justo que en la apertura del film, antes que actores y director figuren los productores ejecutivos. Sin embargo en Gigante hay una sorpresa mayúscula, el actor protagónico: Horacio Camandule.

El estilo de actuación de toda la serie es el hipernaturalismo, el idioma coloquial pintoresquista (señalo la intención, no el resultado, que es muy variado) de las actuales telenovelas argentinas pero en ritmo de vida uruguaya, también hipernaturalista, lento, moroso. En ese estilo Camandule ha logrado más que todos los que le precedieron y los que lo acompañan. Su rendimiento es óptimo. Y nadie en el elenco se sale de la pauta, permitiendo que la película fluya sin ningún tropiezo, con algún brillo de caracterización de Ariel Caldarelli. Adrián Biniez, el director argentino, fue el más detallista de los directores de la serie, el de los mayores cuidados, operó un salto en calidad para el cine uruguayo.

Lo más importante es que el cine uruguayo ha encontrado con esta serie un lenguaje propio, donde lo local y lo pintoresco no pasa nunca del indicio, jamás se transforma en función. Las funciones de estos films corresponden a códigos narrativos universales fácilmente legibles.

Gigante aborda el tema de la comunicación o incomunicación entre dos jóvenes operarios, una limpiadora de supermercado y un guardia de seguridad y del amor en los tiempos de la precariedad laboral y la proliferación de cámaras (la de la televisión, la del videojuego, las que maneja Camandule en su vigilancia de supermercado, las que lo vigilan a él en los minimercados, las del cibercafé donde persigue a su pretendida –“pretendida” suena a “dragoncito”, pero no alcanza el argumento para que digamos “su amada”; es que las soledades siguen siendo tema tan antiguo y renovado, que se confunden– y finalmente la que registra sus pasos vacilantes hasta llegar a la sonrisa de ella, casi resabiada de él y, sin embargo, fresca).

Todos los rubros técnicos están perfectamente bien cubiertos y Leonor Svarcas da su personaje con la naturalidad que es la clave de la obra.

Ya habíamos visto un seguimiento minucioso y detallista a un vigilante en El custodio de Rodrigo Moreno, pero era aquel un personaje gravemente conflictuado en una atmósfera opresiva, sofocante, mientras éste de Gigante adquiere tonos ligeros y por momentos festivos en un ambiente donde la frescura no se pierde ni siquiera por la pintura realista del drama social de los despidos y el relacionamiento deshumanizado, en grandes empresas donde la identidad de los trabajadores se vuelve terriblemente débil.

Gigante tiene el mérito de mostrar rasgos sociales y psicológicos como “a la pasada”, dejando correr una historia que encontramos siempre muy cercana, en la puerta del vecino o en la propia.

lunes, 1 de junio de 2009

El coplero glorioso

Con Mario Benedetti murió, en mi opinión, el más implacable polemista que tuvimos, por su humor con sentido común, a contrarrembolso.

Peor es Meneallo y El país de la cola de paja están entre los mejores libros del género escritos en Uruguay.

Aún reconociendo el enorme valor narrativo de la obra del tan alabado por pequeño y humilde Mario Benedetti, es como polemista que me fascina por completo. Creo que fue polemista también en su narrativa e incluso en sus versos y creo que ganó todas las polémicas en las que se embarcó, sin excluir aquellas en las que yo pienso que él no tenía razón.

Por ejemplo, cuando discontinuó su colaboración con Brecha, molesto por el sesgo editorial del semanario contra los fusilamientos de 2001 en Cuba, explicó brevemente su posición polemizando con absoluta contundencia. De todos quienes, de un modo u otro, le contestaron a Eduardo Galeano aquella contratapa Cuba duele, el más efectivo fue el pequeño viejo zorro de Mario Benedetti.

También creo que para escribir bien hay que decir la verdad (como exigía Onetti, no la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad –que es la peor manera de mentir–, sino revelar el alma de los hechos) y eso vale como criterio para discernir verdades. Si está bien escrito es cierto. La coherencia inmanente de Mario Benedetti en su dialéctica de combate es una verdad como puños. Hasta que alguien asalte la ciudadela. Esa ya es una cuestión generacional.

Yo fui joven entre creadores intelectuales jóvenes amigos míos que despreciaban a Benedetti en toda la línea. Cuando la polémica generacional de entonces (en la salida de la dictadura) llegó al apartamento de Onetti en Madrid, el viejo respondió: “que muestren obra”. Por mi parte me limité a copiarles lo que les creía valioso y en lo que no, a copiar a otros. Por ejemplo a Javier Ortiz, también recientemente fallecido, que cuando se ocupaba de un obituario recordaba a un amigo que tras alguna larga conversación entre ambos, le decía: “pero dejémonos de banalidades y vayamos a lo que en verdad importa. Hablemos de ti. ¿Qué opinas de mi?”.

Benedetti de mí no opinó y muy probablemente murió sin leerme. Del que opinó con justicia, alabándolo fue de Rafael Courtouissie. Y tenía razón. Mostrada la obra.

Lo que de verdad importa es que las coplas “dejen de ser tuyas para ser de los demás”. “Esa es la gloria, Guillén”. Y Benedetti ahí está, aunque su poesía me guste bastante menos que la de Falco, la de Delmira, la de Idea, la de Reissig y la de muchos otros poetas uruguayos.

Herrera y Reissig, sin embargo, como ensayista era un tonto. Leí, el año pasado, su Tratado sobre la imbecilidad del país. Demuestra que un gran poeta puede escribir un libro imbécil.

Benedetti fue un poeta glorioso y también un narrador, incluso un novelista eficaz y poderoso. Si Juan Carlos Onetti -el mejor, lejos- puso la ciudad en la novela uruguaya, fue Mario Benedetti quien puso a Montevideo en la narrativa del mundo.

Eso lo hace admirable para quienes hemos recorrido Los Ángeles con Chandler o Barcelona con Vázquez Montalbán, y sabemos a ciencia cierta que, hasta allá arriba, arriba, en el Norte que ordena, bastante gente -dejando un poco solo al formidable novelista Vargas Llosa con su pálido, desagrisado Onetti- recorre Montevideo o Santa María y se mira al Sur sin desangrarlo demás.