Él la cumplió, después de escribir París era una fiesta.
Es una máxima difícil de estimar, porque ¿cómo sabe uno si podrá
superarse o no? En todo caso lo que puede discernir un artista es si con su
última obra ha sido digno de justificar su existencia hasta el momento o no (en
caso de que esté tan loco como Hemingway).
En las “tablas” uruguayas conocí a un capo de nuestro teatro, que
superando la edad de Hemingway y, por muy distintos caminos, se superó a sí
mismos constantemente.
Alberto Restuccia demostró con su Beti Farías, personaje que estrenó en
¿Quién le teme a Beti Faría? que no hizo mal en esperar sin matarse
después de Esto es cultura animal y Salsipuedes.
Teatro Underground que anduvo por los sótanos de Montevideo, espacios
apropiados al show casi unipersonal de Restuccia.
Recuerdo su interpretación de Bienvenido Bob de Onetti, en el Café
Los Mirasoles y a cada nuevo estreno de Restucia que nos suscitaba la misma
interrogante: ¿cómo estará?, porque es un poco nuestro Goyeneche. En Quién
le teme estaba en su plenitud como interprete, con un dominio sereno de la
escena y de la sala, que en esos espacios de sótanos son una sola.
Su último espectáculo estuvo basado en el libro Uno diferente,
biografía del propio Restuccia, quien contando su vida es tan sorprendente y
fantástico como la más imaginativa historia de ficción.
El interés por sus confesiones y comentarios, tan carentes de frivolidad
como imprevisibles y a la vez repletos de un humor que no deja de dar vueltas
de tuerca a los asuntos más polémicos de la vida, puede enojar a más de uno. Es
provocativo y procaz, poético en la línea de Bukowsky. Una vida que empieza
como trabajador portuario y militante comunista para pasar enseguida de esa
apertura (a lo Lorenzo Fernández) a un desarrollo acrisolado como la vida del
dramaturgo Adamov, para desenlazar en escándalo a lo Capote y rematar con
Goyeneche, porque al igual que éste, Restuccia sacó partido artístico de su
decadencia física, de su alcohol, de su coraje y de su persistencia.
Ahora
rescato de mi archivo parte de lo que publiqué en Latitud 30-35, el 17 de
octubre de 2001, por el cuarenta aniversario de Teatro Uno, fundado por
Restuccia, Graciela Figueroa, Jorge Freccero y el descomunal Luis Cerminara.
“Tan
decano como El Galpón o El Circular e independiente de los independientes,
Teatro Uno tuvo un repertorio doblemente prolífico y explosivo, porque cuando
estuvieron separados, Restuccia en el teatro Tablas y Cerminara en la Alianza
Francesa, fue cuando más se notó que juntos eran dinamita, ambos directores y
actores. Despojada de connotaciones ideológicas zaristas, fue acertada la
definición de un crítico de aquellos años, que les llamó “el águila de dos
cabezas”, pero no fueron águilas sólo por su estilo teatral sin artificios ni
técnicas estentóreas, enemigo del careteo y la prosodia, desaprendiendo otros
códigos para poder jugar desde sí mismos, imponiendo al medio sus transgresiones
en las puestas en escena, su desenfado perpetuo en lecciones de una atípica
disciplina llamada autenticidad, clases transferibles sólo por el milagro, el
ritmo y la magia, la ironía, el juego y también la honda, visceral convicción
contra el engaño y sus resultados patéticos, cursis; sino que lo fueron también
provocadores personales, que incidieron en todo lo inquieto y creativo que
latía en toda la cultura uruguaya, por el ritual y carnavalización de sus
propias vidas (una rara paradoja de monjes neoreichianos), entregados a volar y
hacer volar todo cuanto tocaban. Pero volar alto. No quiero saber qué hubiese
sido de nuestra cultura si entre otras, pocas, insuficientes, cosas, no
existiera Teatro Uno”.
A Alberto
lo vi por última vez en enero de este año, saliendo
del auditorio del SODRE, donde se exhibía Espíritu inquieto, sobre el Príncipe
Pena.
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