Del libro Abrazo de gol y otros cuentos de fútbol, de José Luis González Olascuaga, Rumbo Editorial, 2016.
Era invierno entresemana. Entresemana en invierno de aquel año, el único bar abierto donde tomar un café en La Floresta era el restorán Alfredo. Era además una soleada tarde de invierno entresemana. Solo dos clientes en Alfredo. El brasileño Bruno Freitas que nunca había estado en el local, ni en La Floresta ni en Uruguay y el parroquiano un servidor.
Bruno Freitas se había desembarazado de una voluminosa mochila de periodista de la legua, había extraído de ella un grabador, un block de notas y una lapicera, para anotar con precisión algunos nombres de personas o lugares que tuviese dudas de cómo se escribían. La pregunta que le había hecho a un servidor fue bastante retórica. “Estoy escribiendo un libro sobre Moacir Barbosa. Usted conoció bastante a Ghiggia, ¿conoce algo de Barbosa?
Yo había visto la película de Ana Luiza Azevedo sobre Barbosa en el festival Atlantidoc, el verano anterior. La película que abre con, cierra con y usa como leiv motiv la imagen del portero de Brasil yendo derrotado a buscar la pelota al fondo de las redes. Había oído de labios del propio Barbosa, cómo la Confederación Brasileña de Deportes no lo dejó entrar a Maracaná, el 16 de julio de 1989, en la final de la Copa América, a pedido del cuerpo técnico brasileño, por el gol que le hizo Alcides Edgardo Ghiggia cuarenta años antes. “En Brasil no hay pena de muerte. La pena máxima es de treinta y cinco años –declaró Barbosa–, pero yo ya cumplí cuarenta años de condena y sigo preso por aquel gol…”. Al final de la película Barbosa, de 70 años largos, confiesa: “desde el 16 de julio de 1950 hasta hoy, no he pasado un sólo día de mi vida sin dejar de pensar en esa jugada”.
–Conozco –dije a Freitas–, lo que dijo Ghiggia: "a mí me contaban los goleros que el palo de uno siempre es difícil", que Barbosa no tuvo toda la responsabilidad en ese gol. Barbosa no podía evitarlo, porque al centro del ataque y por detrás de la pelota, libre de marca, ingresaba Míguez, pidiéndole el pase a Ghiggia. Y detrás de Míguez, Schiaffino. Si Barbosa no daba el paso adelante era fácil gol de Míguez. Si lo daba y dejaba el metro que dejó entre él y el palo, era gol de Ghiggia que encaró sesgado con pelota dominada. Tanto es así, que cuando se abrazan festejando el gol de la victoria, Míguez le dice, ¿por qué no me la pasaste?, ¿no me oíste que entraba sólo y te la pedía? Ghiggia le contestó: “dejála ahí que ahí está bien”.
–Pero todo Brasil le echó la culpa a Barboza –insistió Freitas, más sorprendido y curioso que desilusionado–. El pobre Barbosa no podía ni siquiera entrar a un bar a tomar algo, porque la gente se iba para no tratarlo… Algunos le echaron la culpa tamben a Bigode, pero fueron los menos…
–Tampoco Bigode tuvo toda la responsabilidad –respondí– A Bigode, Julio Pérez y Ghiggia le hicieron el dos–uno en los dos goles (Uruguay ganó 2 a 1 remontando el resultado), y en el primero Ghiggia tocó atrás a la entrada de Schiaffino, por eso Barboza pensó que la segunda vez haría lo mismo. No debió intentar adivinar. Debió cubrir su palo, pero era un gol de todos modos. La mayor culpa pudo haber sido de los volantes brasileños colapsados por la dinámica de Julio Pérez durante todo el partido, pero eso si hubiesen tenido conciencia del juego, que evidente no la tenían, ni ellos ni los técnicos ni los comentaristas ni los hinchas…
La culpa la tuvieron los dueños del circo. Le hicieron creer a doscientos mil espectadores y a un total de treinta millones de brasileños, que para ganarle a Uruguay, y por goleada, bastaba con atacar y jugar bonito. Cuando en realidad, para salir campeones, les alcanzaba con empatar (Brasil llegó a esa final con un punto sobre Uruguay).
Ese relato se mantuvo por cinco décadas, Barbosa pagó por siempre.
El uruguayo había sido demasiado tajante. Cuando acompañó al escritor brasileño a tomar el COPSA hacia Montevideo, donde el brasileño seguiría la pesquisa para su libro, un servidor pensó que ya no sabría más del nuevo biógrafo de Moacir Barbosa. Quiso contemporizar un poco, volviendo a centrarse en lo que a Freitas le importaba. “Créame que Ghiggia no miente. Los uruguayos nunca entendieron la condena a Barbosa”.
Moacir Barbosa murió el 7 de abril del 2000, repudiado y probre, pero lo velaron cincuenta años antes, la noche del 16 de julio de 1950 y al día siguiente lo enterraron bajo el arco de Brasil en Maracaná; más exactamente, a un metro del arco, a ese metro que no cubrió cuando Ghiggia encaró sesgado y desde ese día, de alguna manera, cada tarde algún brasileño, periodista, hincha, técnico o jugador, se puso una camiseta celeste con el 7 en la espalda, para hacer el gol entre la tumba y el palo, en ese metro donde Ghiggia la metió. Son ritos, leyendas, símbolos…
Este ritual se cumplió puntualmente, día a día, hasta que una vez, una tarde de abril del año dos mil, justamente cuando se publicó la autobiografía de Ghiggia, todos vieron que el que se ponía la camiseta celeste para tomar carrera era un narigón cargado de espaldas, no muy alto, de bigote, igualito a…
–¿Pero usted no es?… –le preguntaron.
–Yo soy el silencio de Maracaná –respondió–. El Papa, Frank Sinatra y yo –ironizó.
Las graderías volvieron a enmudecer al ver de quién se trataba.
Alcides, que él mismo es como dicen de él que jugaba, generoso al prodigarse, preciso con el centro, justo en la definición, quiso compartir con Barbosa el gol, porque allí donde él lo cobró al contado de una vez y para siempre, por velocidad, precisión e inteligencia, allí a Barbosa ese gol le costó la vida entera. Allí: en el corazón de la gente.
Aquella tarde de 2000, con su testimonio, Ghiggia tiró la doble pared con Julio Pérez y cuando llegó al lugar exacto desde donde había pateado aquel 16 de julio, se la tocó al medio a Oscar Omar Míguez, que entraba solo y definió de cachetada, fácil, sencillo, sobrado (o clavándola en un ángulo, también inatajable, como había hecho Schiaffino en el primero), demostrándole al mundo, y al Brasil entero, que Barbosa, definitivamente, no tenía nada que hacer en aquella jugada.
Entonces Moacir Barbosa saltó de su tumba en vida de cincuenta años y él y Ghiggia se abrazaron como dos amigos de toda una muerte y de toda una vida. Ese gol le pertenecía también a Moacir, aunque a él se lo habían hecho.
Y fue a Barbosa a quien, abrazándolo, Ghiggia le dijo: “no vayas más a buscarla, Moacir: dejála ahí que ahí está bien”. Y Barbosa le hizo caso.
2 comentarios:
Querido Joselo excelente!!!!
Abrazo de gol
Marcelo
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