viernes, 22 de agosto de 2008

Exterminio: la reinvención de la pólvora

Gabriel Peveroni es uno de los autores nacionales que más me interesa. Su teatro y su novela lo ubican como un dramaturgo y narrador que sabe advertir especialmente lo nuevo y lo dramático, con particular preocupación por las temáticas de los jóvenes e indaga en las posibilidades de un realismo que yo llamaría sectario.

Pero Exterminio no medra en ese realismo. Tampoco es una satira de un reality show –tal parece– ni un texto del teatro del absurdo en la línea del Beckett mencionado en la obra. Sin embargo tiene rasgos de ambas cosas y además poesía.

El teatro del absurdo fue un intento necesario de reflejar a un mundo con relaciones absurdas y no es casual que como corriente estética haya aparecido en su momento (decía Marx que “cuando la humanidad pasa hambre por falta de alimentos es una tragedia; pero cuando las hambrunas son el resultado de la sobreproducción de alimentos ha llegado el tiempo del absurdo, la consagración del capitalismo”). En Exterminio las relaciones no son absurdas porque los reality shows se basan en un mecanismo muy lógico y antiguo, un juego donde los participantes van quedando eliminados según decisión de un jurado, su estructura es, en lo fundamental, la misma del manchado o de la escondida. El absurdo está en las cosas cotidianas como bien demuestra todo Ionesco y mejor Buñuel en El fantasma de la libertad. Algunas de esas cosas aparecen en Exterminio pero, integradas al juego, no resultan absurdas.

Por momentos Peveroni parece parodiar el reality show pero la parodia es tratar con liviandad lo profundo, es la ridiculización de lo serio, es satirizar lo que se presenta en tono grave. Exterminio trata con profundidad lo liviano y no recurre al humor pervertidor ni a la ironía subversiva.

El humor sube y pervierte, la ironía baja y subvierte. Exterminio carece sobre todo de humor. No es sátira ni parodia. Parece ser por momentos una tragedia poética, mostrarnos sapos reales en charcos imaginarios (aquel temor de Capote). Pero eso es el Tartufo de Moliere y Peveroni en vez de aplicar la fórmula bien conocida (que venía a cuento, porque la preocupación hipócrita por sus participantes que fingen los presentadores de esos programas es de un voraz tartufismo), hace algo distinto, que no divierte.

Con ese resultado anacrónico los que quedan fuera de los juegos son los actores, más acá de sus medios técnicos. La dirección de María Dodera solo aporta efectos y poca teatralidad.

La mayor dificultad de la escritura teatral (al menos para mí) es la verticalidad del teatro (como definía Cerminara). Exterminio es un texto horizontal. Los disparates que dicen normalmente los participantes de los reality show en una simulación de streap tease afectivo, aparecen en Exterminio con sus trampas de “final del juego” desde el principio mismo de la obra, no tienen crecimiento vertical.

Lo más interesante de la obra son algunos pasajes de hiperrealismo aunque no encajan en la estructura. Ese estilo hiperrealista es de lo mejor de Peveroni. Tiene un símil en la narrativa de Hiber Conteris y por supuesto, ambos tributan al mecanismo Proust (aunque no a sus florituras). Donde mejor lo encontré fue en Sarajevo esquina Montevideo. Pero quizás se deba a la abundante información que el autor transmitía en aquella obra. Daba la impresión de que había pensado bastante en el tema. Cosa que no ocurre en Exterminio, donde el tema se desaprovecha en menor parte y mayormente se desperdicia. Creo que atrás de Sarajevo había bastantes autores, no solo teatrales, periodísticos, historiadores, novelistas. En exterminio, Peveroni se aisla.

Casualmente, cuando fui a ver Exterminio yo estaba leyendo Alicia: ¿quién lo soñó?, de Raquel Diana, de lo más importante de la dramaturgia uruguaya de la última década. Un libro deliciosamente ilustrado por Marcos Ibarra, con diseño de Maca apasionado por el detalle. En su epílogo, Diana reconoce: “Con esta obra quiero hacer un homenaje a Lewis Carrol, cuya Alicia estaba tan perdida como yo. Aventuras de la mujer Barbuda es un cuento de Rafael Courtoisie. Se incluye un fragmento con la autorización del autor. Me he inspirado en el libro Escenas de la vida posmoderna de Beatriz Sarlo del que introduje una versión de un diálogo, también con la autorización correspondiente. El que no me autorizó fue Jonathan Swift, pero estaría de acuerdo conmigo. Hacia el final, sobre infiernos y paraísos, se cita a Italo Calvino”. “¡Así cualquiera!”, dirá algún distraído. No: así un fenómeno, porque ése es el desafío. Porque el texto propio tiene que estar a la altura de aquellos, no desentonar con semejantes modelos.

Cuando vi "Alicia" en el 2000 en el Teatro Circular, con Paola Venditto en el papel protagónico, estaba todo lo ajeno tan bien copiado que su unidad artística era absoluta dando por resultado nada conservador. Pero no se advertía en ningún momento la diversidad de autores, entre los cuales Diana seguía siendo la principal.

La pólvora ya está inventada pero es preciso reinventarla todos los días.¡Y es tan fácil, están dispuestos con tanta complacencia los muertos a prestarnos sus textos! Lo difícil es perder con ellos noche tras noche hasta sacar el empate que habilite al cotejo. Gabriel Peveroni lo logró en otras oportunidades (donde sí cotejó con Becket y obtuvo universos dramáticos, poéticos y tan jóvenes como las viejas vanguardias) con obras también muy ambiciosas, pero esta vez es un autor dramático que indaga en un formato de comedia sin recurrir a ninguno de sus modelos (tampoco al grotesco, que pudo serle muy útil).

Seguramente muy pronto, con su próxima obra, Peveroni sabrá transformar en victoria esta fugaz derrota. Dará un salto con el impulso de este puntual retroceso. Le bastará con volver a temas que domina más y a elegir buenos modelos donde medirse.

viernes, 15 de agosto de 2008

Filoctetes, un espacio ganado

El Puerto de Montevideo por la noche es un espectáculo maravilloso por sí mismo. Las luces de los barcos anclados, de las torres de la caminería portuaria, los hangares, el viejo edificio de la Aduana, algún otro camión con zorra deambulando con sus focos zigzagueantes entre los contenedores. A mí, obligadamente, me recordó mis tiempos de cadete de despachante y era lindo tener catorce años y caminar con expedientes desde la balanza del puerto hasta el último de los hangares y recalar en la “sala de despachantes” que era en realidad par los cadetes y consistía en una pieza robada a los galpones, con una mesa y diez sillas para jugar a las cartas bajo un ventilador de techo, con los colores, las texturas y el olor marineros de una novela de Conrad. Pero aún sin esos recuerdos, el puerto es una maravilla y si se le agrega un buen Teatro, se obtiene un excelente espacio de la escena uruguaya. Eso es lo que logró la Comedia Nacional para estrenar la versión de Marisa Bentancur de Filoctetes de Sófocles.

La realización de la tragedia griega de constante actualidad (porque trata de la veleidad de los hombres puesta a prueba en la disputa entre el poder y la lealtad), estuvo a la altura del acontecimiento de semejante espacio ganado para el teatro.

La solvencia de Delfi Galbiati en el papel protagónico, su cuerda afín a lo clásico, particularmente a la tragedia griega, es ya una garantía. Aunque sigo pensando que el gran personaje a pelo de Galbiati todavía no se lo han dado. Cuando era un galán joven pero todavía no el gran actor que hoy es, se le sacaba todo el partido posible a su seducción. Últimamente su dominio experto de los medios técnicos le permite salvar con honores los protagónicos que le disponen, pero ninguno aprovechó totalmente sus características. Gardel le llegó demasiado pronto y para De las Carreras es tarde. Acaso el Luchy de Chandler que poco tiene que ver con el de Volonté (son actores y textos muy distintos, pero son especialmente diferentes el Lucky de la película y el de la entrevista).

Pablo Varrailón, en cambio, va como anillo al dedo en Neoptólemo. Al personaje más conflictuado de la obra, le da la profundidad austera de un apropiado trabajo minimalista. El hijo de Aquiles es el hilo conductor de la trama y desde su dilema se eleva el suspenso.

Levón hace un Ulises perfecto, exuberante.

Los efectos técnicos producen la bruma y las luces difusas que crean el clima adecuado para la tragedia, aunque sobre el final, cuando ya poco queda del calor de un radiador que previamente entibió el viejo depósito transformado en teatro, el frío invernal nos hace padecerla. Que también en los espectadores es muy veleidosa la probidad de los hombres. Pero esta obra merece lealtad.