lunes, 19 de noviembre de 2007

Grotesco en El Tinglado

Un día de estos se llama la obra del argentino Carlos Vitorello que ocupa los horarios centrales de la cartelera del remozado y siempre pintoresco teatro El Tinglado, en sus sesenta años de vida, que muy justamente ha denominado Temporada Alfredo De la Peña.

Se trata de un grotesco para nada agradable, que tras algunas risas nos espanta con la fuerza de una realidad espeluznante. Está tan bien hecho en todos los rubros (dirección, actuaciones, rubros técnicos) que uno sale de la sala realmente mal, golpeado por la sordidez que descubre la historia.

Es un género con gloriosos antecedentes en el Río de la Plata; el más célebre y con justicia, Armando Discépolo (Stéfano, Babilonia...). En aquellos países que levantaban cabeza (Argentina y Uruguay promediando el siglo pasado) había quizá menos tendencia al escapismo. La música más popular en todo sentido no era la cumbia sino el tango y en el teatro había un auge del género grotesco. Es curioso (pero no alcanza para plantear una tesis sobre los vaivenes económicos de los pueblos y sus gustos artísticos) que en el Japón del crecimiento económico haya tanta preferencia por el tango. Lo cierto es que para momentos como los que estamos viviendo, una obra como Un día de estos puede ser un espejo duro de sobrellevar, incluso cruel, mucho más cruel que el teatro de Antonín Artaud.

Depende de la convicción que transmitan la puesta y los actores. En este caso la dirección de González Urtiaga no desperdicia ni una sola intención del texto ni sus connotaciones alegóricas ni los contrastes entre los personajes (cuatro arquetípicos y La inválida de muy difícil solución) mientras sostiene el ritmo adecuado a cada momento del desarrollo de la historia. Los cuatro actores de carácter están a pelo en sus papeles y los resuelven con solvencia y precisión en los detalles, Teresa González, Marta Vidal, Luis Lage y José María Novo (rendimientos muy parejos y sin embargo, Teresa González destaca su maestría). Paola Vega logra el patetismo necesario para el suyo.

Bienvenido un repertorio de obras importantes a El Tinglado, ya que anuncian otros títulos del actual teatro argentino y se ha notado en éste el profesionalismo de la producción.

lunes, 12 de noviembre de 2007

Dos Molière

Supongamos que elegí ver anoche una película francesa como íntima revancha ante tantas muestras que oí en estos días de admiración al Borbón por haberle dicho a Chávez “Por qué no te callas”. Supongamos que pensé, “a qué no le dice eso a un francés en una cumbre de la Unión Europea, qué viene a decirlo en Chile en una Iberoamericana”; porque después de todo (y de todo lo que Chávez habla), hubo unos republicanos españoles que tuvieron para la ‘aristocracia’ española un programa histórico similar que para la francesa. Fui a ver Moliére, de Laurent Tirard. Es una película fantástica, pero más brillosa que brillante. En parte es un símil francés de Shakespeare apasionado y a mí Shakespeare apasionado me había encantado al punto que denosté a Polanski por su Mackbeth que pretendía una realista reconstrucción de época. “Es Hollywood en Europa”, me dije ante Shakespeare apasionado, casi Walt Disney, tanto brillo, tanta acción, un relato tan ágil, y sin embargo -o en realidad, por eso- Shakespeare. El Moliere de Tirard logra el mismo ritmo indeclinable, magníficas actuaciones (especialmente Fabrice Luchini en burgués gentilhombre pero también el protagonista en Tartufo), se vale de la obra de Molière, desempolvando pasajes de sus comedias y mostrándolo humano, creíble. 

Pero, luego de un comienzo que describe con atractivo la llegada de la troupe de Jean Baptiste y Madelaine a París, la trama se encierra en otra historia que brilla demasiado en el enfoque de época. Quizás este reparo mínimo a la fantástica Molière de Laurent Tirard provenga de que yo había vuelto a ver dos meses antes el Molière de Arianne Mouchkine en Cinemateca, las seis horas de rigurosa biografía que te hacen vivir la vida de Molière en su propia época, cuando tenía razones y daba motivos para ser perseguido por la iglesia y recelado por la corte. La de Tirard es una película con menos ambiciones. No se puede decir que el Molière de Tirard sea el de la Francia de Sarkozy. Tiene crítica de las clases que Molière criticaba y un abordaje libre y desprejuiciado de la sicología de sus personajes. Pero sí que es de Sarkozy la Francia de este Molière y de estos tiempos de globalización. 

Uno sale del cine pensando “qué lindo sería vivir en el siglo de Molière en el Reino de Francia”, como aquella multimillonaria yanqui que a la salida de Lady sing the blues declaró que si volviera a nacer, querría nacer negra y en el barrio de Billy Holliday. Yo había ido al cine buscando el lado romántico de la boutade de Woody Allen cuando tras filmar una película ciego, los críticos de Francia descubren que es un genio: “Suerte que existen los franceses”. Pero no. Ya no siempre existen en tanto tales. 

Se las recomiendo. Después de todo, Moliére (no por calidad, pero sí por género) hubiese terminado filmando ésta película y no la de Moutchine. Aunque se las hubiese ingeniado para molestar a quienes en el teatro, donde suele ser el que fue, todavía sigue molestando. Era para eso que hacía concesiones y no para contar una historia simplemente entretenida.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Finales cerrados

Leí sobre El león ciego que está dando La Comedia en el Solís, una crítica que considera poca la fuerza que da la puesta en escena al mensaje final de la obra. Se trata del grito antibélico “¡Basta, basta!” del personaje que interpreta con acierto Isabel Legarra.

Creo que la debilidad del mensaje no está en la puesta ni en la actriz sino en el texto. Es un drama vigente en muchos aspectos y la actual versión de Ruben Yánez lo representa con sobriedad y buen rendimiento de todo el elenco (cabe resaltar a Caterina Pascale). Pero el final es de cuarta pared para un mensaje que rendiría mucho más si quedase abierto al bajar a la sala.

Esa última frase de Legarra debería reservarse para que la pronuncie el espectador en el mundo.

Yánez respeta al autor (Ernesto Herrera), a su época, a su teatro. Pero el final es débil precisamente desde la indicación del autor, que hace un teatro político anterior a Bertold Bretch.

Fue Bretch quien cambió para ese teatro las relaciones entre la escena, la sala, nosotros y el mundo.

En mi comentario de El pintor de madonas critico el final retórico de Marc Bouchard, que produce el mismo efecto: deduce en lugar del público cuando ya le ha dado todos los elementos para que sea éste quien deduzca.

Creo que ambos directores (Yánez de El león y Álvaro Correa de El pintor) no solo respetan a los autores sino que son fieles al tipo de teatro que cada uno de éstos eligió, que tiene sus reglas y su estilo. La fórmula de Herrera es el naturalismo y Bouchard recurre estructuralmente a las alegorías propias de un auto sacramental (El doctor perfectamente podría haberse llamado La Ciencia en un auto de Calderón –y el religioso, La Fe-; con muy mala reputación para la ciencia, por cierto).

Finalmente, en ambas obras es El Poder quien corrompe con anillos de oro extraídos de los dedos de los muertos. Esto podría deducirlo usted al salir del Solís o del Circular, pero esta nota, para estar a tono, requería un final cerrado.

domingo, 4 de noviembre de 2007

Madona en El Circular

Quebec, 1910. Represión sexual, ambiente opresivo. La guerra ha traído una epidemia y al pueblo del lago San Juan llega un cura nuevo con la intención de conjurar el mal ofreciendo a los dioses un fresco de la ascensión de la Madona Santa. Presenta su idea al poderoso del pueblo, un médico sádico y éste acepta contratar a un artista italiano para que pinte a la Madona. La anécdota de El pintor de madonas de Michel Marc Bouchard, es así de sencilla.

La obra no lo es.

Es una compleja alegoría que admite varias lecturas. Pero todas las connotaciones y elipsis del texto se entrecruzan sin dejar cabos sueltos, sin que pierda intensidad la historia y mucho menos decline la calidad poética de Bouchard, hasta perderse en un remate excesivamente retórico.

La dirección de Álvaro Correa soslaya la lectura religiosa (sin perder la riqueza de las citas bíblicas bien escogidas por Bouchard) para montar un espectáculo de sugerente erotismo sobre la inocencia y la corrupción, el arte y el poder.

Un elenco de pareja actuación completa lo requerido para lograr una puesta en escena impecable, un acierto de Teatro Circular que nos hace resentir nuestro tiempo y sus tintes y resonancias apocalípticos.