viernes, 20 de julio de 2007

El mundo ya no será el mismo, Mendieta

Al Negro Fontanarrosa lo conocí en el teatro Circular la noche que festejamos los cinco años de ¡Ah, Machos! en cartel. Él no había visto la obra y llegó a Montevideo solo por esa noche y para verla, comer algo después en lo de Cervieri y enseguida salir de vuelta a Rosario, porque era sábado y el domingo jugaba Central en el Gigante de Arroyito.

Me senté en la platea opuesta a la que él ocupó en el teatro. Al lado suyo estaba Divinski, al lado mío Gustavo Fuentes. Nunca transpiré tanto como en la primera mitad de esa función. Yo había adaptado, tomándome muchas libertades, el cuento de Fontanarrosa que ocupaba esa mitad, El ocho era Moacyr, y mientras todo el teatro se desternillaba de risa, yo miraba al rosarino que, impávido, impasible, no esbozó ninguna sonrisa durante toda la representación del cuento. "Este tipo me manda preso" pensaba yo, viéndole la cara de enojo o de inquisición. Pero siguió el espectáculo y Fontanarrosa siguió sin reírse. De lo cual deduje que no le había gustado nada o que mi atrevimiento lo había predispuesto contra toda la obra. Después, en lo de Cervieri, siguió serio conversando con todos y en determinado momento, Fernando Toja me señaló y le dijo:" Él es el adaptador del Sobrecogines" (que así le habíamos puesto al cuento). Mi garganta sintió al instante el primer síntoma de la gastritis que desde entonces no me ha abandonado. "Está muy bien" me dijo Fontanarrosa. Entonces comprendí que se trataba simplemente de que el humor es cosa seria.

Cuando el canalla perdido subía apurado al auto -porque, aunque todavía no había amanecido, lo esperaban once camisetas auriazules pintadas por esa energía que es el fútbol, "como la del sol", según lo definió él-, nos dejó un último chiste, dicho "en serio" y con vuelta de tuerca.

-El año que viene les traigo una que se llame "¡Ah, putos!".

Y mientras unos se iban al amague con gestos de pegarle y otros amariconados, el canalla remató:

-¿No vieron que todo escritor termina siendo autobiográfico?

Al año siguiente volvió. Yo había adaptado Best séller, que después hicimos con los Bubys y le pedí que me la autorizara. Me firmó un papel en blanco. Hace un tiempo adapté La Ganzada para Fernando.

El Negro no se volvió autobiográfico, por pudor. Porque la adaptación de esa novela la teníamos que titular "¡Ah, maestro!".

Ante la noticia de su muerte, aparecieron en mi correo un par de recuerdos que me hicieron llegar dos amigos, Juan y Mariela:

Inodoro - Venderemos cara nuestra derrota, Mendieta!!

Mendieta - ¿Quién va a comprar una derrota, don Inodoro...y entuavía cara?...."

Y esto otro:

Mendieta - ¿Y usted cómo se gana la vida?

Inodoro - ¿Ganar? De casualidá estoy sacando un empate.

¿Ganar? A Fontanarrosa le vale el título de su hermano libro sobre futbolistas que admiró: No te vayas, Campeón.

miércoles, 18 de julio de 2007

Ve al baño, Lincoln

En un artículo de El Observador que se titula ¿Maestro, puedo ir al baño?, Lincoln Maiztegui se queja de que el maestro Tabárez “volvió a salvar la cara; ya hay muchos que andan diciendo por ahí:y bueno, ché, estamos entre los cuatro mejores de América, como si eso, para un fútbol con tanta historia y en este campeonatito de morondanga , sea algo a celebrar (...) Si esta es la clase del maestro Tabárez, me dan ganas –y no debo ser el único– de hacerme la rabona, o de pedirle para ir al baño y quedarme por ahí, jugando a la arrimadita con otros que, como yo, estén hartos de tanta mediocridad”.

Es cierto que el nuestro es un fútbol con una larga y gloriosa historia antigua para que un severo profesor como Maiztegui eche en la cara de los que tienen que jugarlo ahora.

Pero en la historia relativamente reciente, pongamos en los últimos treinta o treinta y cinco años de Copas del Mundo (pongamos desde antes, desde que ninguno de nuestros futbolistas era nacido, hace treinta y siete años), el técnico que llegó con la celeste a lo más alto y glorioso de la historia, fue el maestro Oscar Washington Tabárez. ¡hace diesiciete! ¡En el año 90! (lo poco y lo mucho que tenemos, la moneda del pobre). Esos son los hechos. Así que los otros treinta y seis serán para Maiztegui años de tanta historia de recontramorondanga.

También es cierto que es muy común en los ancianos olvidar décadas y décadas recientes, para recordar en detalle su pasado más remoto. Por ejemplo aquel mundo en el que sabíamos jugar al fútbol dos o tres países y los otros estaban aprendiendo y recién empezando a invertir fortunas en el asunto. O incluso antes, cuando los únicos que invertíamos éramos nosotros, en un estadio modelo, y el rival, el único rival que merecía atención, era Argentina.

A veces imagino a este país mitómano como un interminable pasillo de escuela donde viejos profesores de historia, mientras despotrican contra nuestra mediocridad, juegan a la arrimadita con los cartones de aquel primer álbum que registró Disney con fotos de futbolistas.

Mi mediocridad la asumo a pleno. Celebro haberle hecho el partido que se le hizo en semifinales al Campeón de América y haber quedado a dos centímetros (la distancia entre el lugar del caño donde dio la pelota del último penal, el quinto de la serie de desempate, el que tiró Pablo García, para rebotar hacia fuera del arco y el lugar del caño donde hubiese rebotado hacia dentro dándonos la clasificación a la final) de disputarle a Argentina un campeonatazo, que tuvo más de quinientos millones de euros de cotización entre los veintiocho futbolistas que entraron al último partido y justificaron esos números.

Por esos miserables dos centímetros de caño y por los dos metros de pasto que ganó el arquero de Brasil adelantándose groseramente ante la cómplice mirada del juez colombiano Ruiz (que tampoco estos jueces están en la prehistoria), esa cotización no bajó un veinticinco por ciento, o más, al sustituir la linajuda verdeamarelha por la modesta celeste.

Y celebro aún más (ya pensando en las próximas eliminatorias) tener un técnico de mente abierta, que no se ató a ninguna figura táctica inicial y demostró haber trabajado para la ductilidad y no para el dogmatismo.

jueves, 12 de julio de 2007

Morir en Bangkok

La semana pasada en la contratapa de Búsqueda, Valentín Trujillo escribe sobre la muerte de Vázquez Montalbán en Bangkok, explotando la impresionante causalidad de que allí ocurriera esa muerte. Un buen relato. 

También a mí me involucran esas causalidades. A Montalbán jamás lo vi personalmente. Conozco su aspecto solo por los libros, las fotos y las caricaturas. Dice su caricatura que era gordo, petiso y que caminaba inclinado hacia atrás, con esa simpática tiesura de los que llevan la barriga por delante. Sin embargo, aunque en el dibujo parece distante, coinciden sus biógrafos en que Manuel Vázquez Montalbán siempre estaba atento al resto de la humanidad y doy fe. Cierta tarde montevideana de una mañana barcelonesa de 2001, recibí en mi correo electrónico, como por arte de encantamiento, un e-mail que decía: “Vázquez Montalbán trajo en manos propias a nuestra agencia la novela suya de usted, tras leerla como jurado del Premio Planeta. Nos complace anunciarle que haremos gestiones para que se edite”.

Sin embargo el día que me enteré de su muerte en Bangkok, por esa extraña ley de asociaciones que explica Cortazar, sentí que yo lo había matado. Absurdo, ¿no?

¿Por qué iba yo a matarlo si Motalbán fue para mí una constatación de la existencia de los milagros y de los dioses o del adelanto del hombre nuevo? El gordo de la caricatura, con su habano incendiario y su bigotito racimo, tan parecido a un vecino de mi calle que se sienta sobre dos almohadones en la platea del estadio Palermo, había hecho su gestión despidiéndose de mí. Nunca me escribió una línea. A decir verdad, nunca supe cuál de los jurados me hizo finalista ni cuál me negó el premio –ni si hubo discrepancias–; jamás hablé con ninguno de ellos; de haberlo hecho, hubiese preferido empezar por Terenci Moix, pero sigo pensando que fue mi compatriota Carmen Posadas la que más disfrutó de aquella versión de una novela que pretendía ser onettiana (y debería titularse La mirada de Onetti y el otro). Sin embargo los milagros y los dioses o el hombre nuevo existen. Vázquez Montalbán, desde la cúspide de su fama, se tomó el trabajo de leer a un total desconocido, que vivía en la noche de su día. Y no solo eso; cuando mi novela quedó entre las doce finalistas sin recibir premio, se tomó el trabajo mayor de llevarla a la agencia Balcells. ¿Por qué iba yo, precisamente yo a ser su verdugo? ¡Qué disparate! Pero algo me decía:

–Lo mataste. Fuiste vos.

Al enterarme de la muerte de Montalbán, inmediatamente recordé el acápite de mi novela más reciente: “'El temor creciente de no vivir dos veces', Montalbán". Soy amigo de Francisco Cordeiro, uno de los neurolingüistas más afamados del Río de la Plata. Él diría que programé esa muerte. Pero yo solamente lo sentía y lo negaba racionalmente.

Estimo las novedades teóricas y la neurolingüistica me parece especialmente interesante. Pero eso no alcanzaba para culparme. Era como decir que se mató él mismo desde Pero el viajero que huye, el título del poema donde escribió estos versos: "El cartero ha traído el Bangkok Post/ el Thailandia Travel/ una carta sellada/ la muerte de un ser querido”.

Pero resulta que están en el capítulo 2 de la versión final de mi novela, acompañados del siguiente comentario. Vázquez Montalbán murió en Bangkok, en una accidental escala de sus viajes. Misteriosa casualidad. “Causalidad, querido –me había corregido otro amigo al comentarla–. Escribir esos versos fue condenarse a esa muerte”.

A mí seguía pareciéndome una tontería. Era lo mismo decir que lo mató Visconti –me defendía–, porque prefiguró una situación de artista muriendo en la soledad de un viaje en Muerte en Venecia. O que lo mató Sabina cuando escribió solo como un poeta en el aeropuerto...

Pero eran casos bien diferentes. Sabina se refiere a sí mismo en relación a una mujer. Visconti adapta una novela de Thomas Mann sobre Gustav Malher. Montalbán habla de un ser querido que puede ser él mismo. Ya sabemos que, a su modo, era un suicida, como todos los que realizan un trabajo apasionante. Pero yo hablaba de él. Había intencionalidad en mi cita. Era “su asesino”. Además había otras causalidades todavía. Una novela que publiqué el mismo año que él su poema, se titula, verso de por medio, con la misma paráfrasis del mismo tema de Gardel y Lepera, “Pero el viajero que huye, tarde o temprano detiene su andar, y aunque el olvido...”.

Montalbán publicó su Pero el viajero que huye y yo mi Aunque el olvido, concomitantemente. Sin conocer él nada de mi obra ni yo el poema. Mi novela ganó un concurso de la feria del libro con ese título y se publicó después con el de Gardel antes de Gardel.

Y ambos libros confluyeron diez años después en el mismo episodio. El viajero cuenta de Bangkok y de la muerte, El olvido de una muerte en un aeropuerto, la de Gardel. Pero si yo lo había matado, ¿con qué motivo?, ¿cuál fue el movil del crimen?, ¿quién que no fuera Franco o la CIA podía tener motivos para matar a Montalbán?; 

¡y yo, menos!

Pensé en Volver, el tango citado. Pensé que en su muerte en Bangkok, Montalbán adivinaba el parpadeo de las luces que a lo lejos iban marcando su retorno. Volvía de Sydney, de dar un ciclo de conferencias por Australia y Nueva Zelanda. El avión había hecho escala en Bangkok. El escritor catalán Manuel Vázquez Montalbán, republicano español, de sesenta y cuatro años, se disponía a tomar un vuelo de la compañía Thai Airlines con destino a Madrid. Su muerte fue cometida en la sala de espera del aeropuerto de Bangkok entre las 23:30 y las 0:00 hora local. Las autoridades aeroportuarias tailandesas tardaron más de cuatro horas en ponerse en contacto con la embajada española.

Al filo de la madrugada, Montalbán no vio a Tazio jugar con otros chicos en la playa de Venecia. Su pensamiento (acostumbrado al dominio del escritor Manuel Vázquez Montalbán; “ese escritor domina el pensamiento”, dijo de él Juan Carlos Onetti –tan mezquino en alabanzas con otros colegas vivos de la España que lo refugió, tan implacable con Cela, por ejemplo–, aunque también dijo que no le gustaba cuando en sus novelas Montalbán se dedicaba a comer), el dominante pensamiento de Vázquez Montalbán sentía ahora el dolor de su corazón. Mi abuelo Olascuaga (parecidísimo a Galíndez, el protagonista de una de las mejores novelas de Motalbán; se confunden las fotos de ambos), que murió del corazón, nos dijo que es mentira que el corazón no duele. Por muy fulminante que resulte un infarto, siempre trae un momento de dolor insoportable.

Entre la tripulación que había ido a reunirse a esa sala de espera, Montalbán acaso no haya dejado de fijarse en ninguno; me consta que atendía a todo el mundo y se sabe que se sintió atraído por la sumamente sensible a todo ridículo literatura de Carmen Posadas y por los ridículos travestis de El Pianista. ¿Le habrá llevado alguien de la tripulación o del personal del aeropuerto el Bangkok Post, el Thailandia Travel o una carta sellada?

Lo que sin duda nadie le llevó fue risso a la brocola ni macarrones con berenjena ni ravioles de remolacha, porque hacía diez años le habían operado el corazón y puesto cuatro marcapasos. Estaba Flaco.

Solo me quedaban dos o tres motivos posibles.

Lo maté por encargo de Tabaré. Para que el catalán no fuera a criticar nuestra revolución desde esa ética voltaireana que ejercía. Pero carece de consistencia porque la crítica de nuestra revolución no la compra ni PRISA.

O lo hice porque me molestaba su gordura, porque soy un gordo reprimido o un flaco fatigado. Desde que hago gimnasia aeróbica soy un consumidor de aire.

O porque me disgustaba su egoísmo puntual, la desconsideración con que trató en la mesa la salud de su corazón impidiendo unos cuantos libros suyos.

Sin embargo era inevitable que Manuel Vázquez Montalbán comiera tanto mientras la humanidad pasase tanta hambre, porque él iba siempre a contracorriente; Carvalho fue la distancia que tomó Vázquez Montalbán con la España de la transición. Carvalho comía a corriente. Creo que la máxima de Marcel Proust, “...écrire un roman ou en vivre un, n’est pas du tout la meme chose, quoi qu’on dise...” no vale para Montalbán; de sus obras sobre Franco adoro tanto la que está en primera persona como la historia sentimental de España, quizás por los momentos en que fueron escritas, para permitirse distanciar; de sus Pepe Carvalho prefiero al más similar a los clásicos de la novela negra, al más personaje, al más distanciado, al de las siete novelas de la serie que siguieron a Yo maté a Kennedy (el hallazgo); de toda su obra, Galíndez y El Pianista; también adoro a su Marcos y a su Dios entrando en La Habana; no hablaba de sí mismo, pintó el friso entero del mundo y la época que vivió, dominando el pensamiento y siempre era distinto a cualquier pensamiento dominante; era un poeta.

jueves, 5 de julio de 2007

Hola Che

Hoy llegó a mis manos el nuevo libro de Antonio Larreta, Hola che, una novela que releí en cuatro horas. La había leído en originales –tomándome dos días–, gracias a que una colaboración en un guión televisivo me tuvo cerca de su autor cuando la estaba terminando. Así que para mí las novedades de estas últimas cuatro horas fueron el diseño de tapa, la contratapa, la encuadernación, el tipo y tamaño de letra, los detalles de impresión, las erratas que hubiesen escapado a las correcciones y miles de intenciones y acentos que no había leído la primera vez –seguro que la próxima descubrirá para mí otros miles-.
Sobre su realización puedo contarles una anécdota. Este verano yo estaba cansado, había acumulado proyectos y trabajos y colapsé. Hablé con uno de los amigos con quienes estaba trabajando y le expliqué mi necesidad de parar por completo y tomarme un par de semanas de vacaciones. Me alentó a tomar la decisión. Así lo hice, salí en licencia de mi empleo, corté todos los otros compromisos, detuve mis proyectos personales –algunos todavía no los he retomado– y solo me quedaba hablar con Larreta para pedirle licencia también a él. 

Pero el lunes que fui a su casa decidido a pedírsela, tenía sobre su mesa montones de hojas con capítulos de Hola che y otra cantidad de apuntes muy diversos, páginas de diarios y libros abiertos. Esa misma semana yo había leído su columna sobre cine en El País, una doble página sobre Alsina en el Cultural con su firma, sabía que estaba preparando otra sobre Marai, escribiendo un guión para una obra con Beatriz Massons y quién sabe cuánto más aparte del libreto para TVE sobre Artigas en el que yo lo ayudaba a completar la más exhaustiva bibliografía para informarse rigurosamente antes de empezar a escribir la escaleta. 

Dejé la petición para la despedida, porque nos pusimos a hablar del Artigas. Pero cuando llegó el momento de irme, me dijo que estaba trabajando sobre el último capítulo de Hola che y asociado a eso me contó que cuando terminó de escribir Volaverunt, la novela con que ganó el Premio Planeta en España, le sobrevino una tremenda depresión que lo tuvo veinte días sin hacer absolutamente nada. “Fueron los únicos días que no trabajé en mi vida”, me confesó. 

Me quedé pensando, “cómo hago para decirle a este pibe que me dobla la edad (tenía 85 años), trabaja dos veces más que yo y rinde diez veces más y encima está bastante sordo (es decir que algunas cosas tengo que reiterárselas esforzándome por modular bien para que me oiga)...”, ¿cómo hacía -digo- para que me oyera que yo estaba cansado antes de que se me disolviese la cara de vergüenza? Me fui sin decírselo, por supuesto. Me fui renovado.

En la edición que hoy llegó a mis manos constato que Hola che fue tratada como lo que es, el libro más importante de Larreta. Probablemente no tiene la audacia erótica de El guante ni una reconstrucción de época tan interesante como la de Volavérunt ni el mejor sabor a Proust de toda la narrativa uruguaya como El jardín de invierno. Pero su trama es aún más envolvente que la que le valió el Planeta, la sordidez de su protagonista está más humanizada que la del de Ningún Max, su elegancia alcanza por momentos el nivel con que sublimó al tosco Blanes y, aunque su personaje principal es un marchand que vive en Madrid más relacionado con el exilio dorado que con el político-económico y no le interesa la política a pesar de tener una hija presa de la dictadura en Uruguay, ésta es la novela más política de Larreta, incluso por omisión, porque está perfectamente medido lo que dice y lo que deja de decir sobre un tiempo que fue desgarrador para la vida del país y para la suya propia, cada cual a su manera. 

Además Hola che tiene todo el refinamiento, la impronta de la prosa de Larreta, sus frases tan terribles como amables y personajes exquisitos, la atractiva y repulsiva Berta Carreras, el entrañable Tito, un brillante René Lafone, en ambientes muy variados, con tipos y arquetipos perfectamente caracterizados. Y para quien sepa descifrar códigos no deja de ser un legado. ¿Iba a decir una despedida?

Hola, che.