jueves, 21 de junio de 2007

Gatos y botas

Lope de Vega fue un tipo que se complicó al máximo el resto de su vida, para los momentos de escribir poder disfrutarlos hasta por contraste del resto. Se acostumbró así a escribir muchísimo, riéndose de sí mismo y nombrando siempre al amor y al dolor.

Era un tipo generoso y alzado y resultó demasiado perjudicado por los celos y por esa cuestión etológica del espacio propio –señalizado con orín u otras leyes–. Quizás por eso le gustaba mirarnos en los gatos sobre los tejados. Por eso y porque le gustaban los gatos.

Los gatos son los reyes del contraste, con sus silencios ensimismados y sus maullidos escandalosos, con sus sigilos extremos (a veces quietud y desidia, otras veces calma falsa que acumula ira para la tormenta), con sus alocados movimientos amenazadores que así tan repentinamente como desatan la fuerza, son capaces de contenerla o de ensañarse hasta la crueldad; con sus lomos curvados hasta tocar el cielo o sus panzas estiradas hasta pegar la nuca a la espalda. Elegancia divina, brutalidad maldita. Muerte en la calle y siete vidas.

Un año antes de morir, Lope escribió una novela fabulosa (fabulosa en todos los sentidos de la palabra, también en el literal de género novelesco: todos sus personajes son gatos y aparecen mencionados algunos otros animales inocentes: ratones, aves y uno fatal: el hombre). La fábula se llama Gatomaquia y es una preciosa parodia de la guerra y la cultura, además de una divertidísima comedia sobre el amor y los celos.

Héctor Manuel Vidal la adaptó al teatro (la devolvió al teatro, deberíamos decir tratándose de Lope), eligió a cuatro actores muy jóvenes, ágiles y de buen oído, los dirigió en sus intenciones para moverse como gatos sobre las tejas y luchó –seguramente– contra el tiempo que nos separa tanto del siglo de oro como de la época de Schinca, para hacerles decir versos tan amenos como los de las mejores murgas. De ahí surge la frescura, el ritmo y el desenfado de la versión que podremos presenciar en el teatro Victoria a partir de la semana que viene.

La profundidad ya estaba en Lope y Héctor no es un tipo desatento. Pero además la obra no pierde nunca la ligereza de un cuento para adolescentes (la novela fue escrita por el poeta para su hijo guerrero, de esa edad en que no se sabe que la muerte es la muerte). El despliegue musical y tecnológico (este último depende de cómo se lo opere, claro está) ayuda a distanciar y apreciar el texto. Alcanza excelencias escenográficas y de vestuario.

En definitiva el resultado de las gatomaquias de Marramaskiz y Micifuf sobre las tejas de la Comedia Nacional y la Intendencia Municipal de Montevideo, fue que recuperamos a un director de teatro independiente en un espacio universal, desmarcado de orines y apropiado a su audacia.

Que salimos ganando.